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Condenado (parte I)

  Cristian se dio cuenta de su inmortalidad el año 1997, a los 24 años, cuando iba viajando hacia Trujillo en un colectivo interprovincial. Se había gastado casi toda la plata que ahorró durante el verano en menos de dos noches, así que tuvo que subirse a un colectivo pirata. Todos se quedaron dormidos a las dos horas de empezado el viaje y el chofer también, así que nadie lo despertó y el colectivo salió volando cuesta abajo. El chofer y los seis pasajeros que iban en el auto murieron en el acto, menos Cristian que salió disparado y terminó sobre unas rocas a pocos metros de otro pasajero que tampoco se había puesto el cinturón, pero que no había tenido la misma suerte que él de nacer inmortal. Los médicos lo encontraron sin conciencia y destrozado: las piernas todas abultadas por los huesos salidos de su lugar, los brazos torcidos, el estómago perforado por un pedazo de vidrio y la boca molida y llena de sangre. Le dijeron que no podían explicar que haya sobrevivido si había perd

Evento de reencuentro

Pienso en Diana varias veces al año, pero no había escuchado de ella hacía casi dos décadas, hasta que la mencionaron en un evento de reencuentro en la universidad. Nadie la había vuelto a ver, tan solo alguien recordó lo que ella había dicho alguna vez: que se iba a morir de una sobredosis de heroína en un pueblito de Estados Unidos, siguiendo a los poetas beat que tanto admiraba. Por las experiencias que ella misma nos contaba en los años universitarios, pudimos saber que experimentó el comportamiento humano de una forma mucho más intensa que el común de las personas. Esas historias, tan cargadas de matices, la convirtieron en parte de la mitología universitaria. Se conversaba al respecto cuando ella no estaba presente, incluso años después de que dejara de asistir a clases. Las generaciones posteriores habían escuchado de aquella estudiante de Filosofía que se había salvado de varios accidentes: por ejemplo, se comentaba aquella vez que cayó de desde un cuarto piso mientras desaf

Atención plena (observación en cuarentena)

  Durante el tiempo que duró el aislamiento obligatorio, empecé a realizar nuevas actividades y a fijarme en detalles que antes pasaba por alto. Me di cuenta, por ejemplo, de la mutilación de espacios que había sufrido, a través de los años, el departamento en el que vivo; y empecé, entre otras cosas como leer más poesía peruana y aprender uno de mis solos de guitarra favoritos, a mirar por la ventana de mi habitación. Parado, casi siempre con los codos apoyados en el alféizar, me postraba allí unos cinco minutos; y empezaba a observar. De día lo hacía para ver los árboles del parque. Me quedaba mirando cómo las matas de hierba oscura y las palmeras gigantes iban de un lado a otro, movidas por el viento, produciendo un sonido relajante que opacaba el silencio tan extraño de las calles sin gente, sin autos. De noche me asomaba para escuchar el mar, que se encuentra a menos de un kilómetro de distancia, y cuyo sonido de las olas reventando llega burbujeante hasta mi ventana. Un sonido